"Queridos compañeros —arrancó esa vez, como de costumbre, casi quebrándose cuando moduló la segunda sílaba de la palabra "queridos"—, los invito a brindar por alguna gente que con sus conductas no sólo honra al fútbol, sino también al don de respirar y al arte de vivir. Hablo de los defensores que resisten las oscuridades de un gol en contra y resuelven luchar hasta encontrar la luz, y hablo, además, de los hinchas que perciben el fin del mundo luego de cada derrota pero son capaces de imaginar un mundo nuevo cinco minutos después, y hablo, desde luego, de los desconocidos de todas partes que descubrieron que el fútbol es una casa llena de puertas detrás de las que se encuentra la condición humana".
Tomó aire el Gordo, el mismo aire que compartía los sábados de todo el año en esa patria de paredes descascaradas que era el Bar de los Sábados. Y junto con el aire, tomó fuerza y tomó inspiración: "Quiero que brindemos por los que no se resignan a que el fútbol esté lleno de miserables, sobre todo porque despreciar a los miserables del fútbol es despreciar a los miserables que están fuera de él. Y por los músicos que saben que un gol es una canción que muchos desafinan felices junto a muchos. Y por un sobrino mío que en esos mismos goles acaricia la panza de su mujer embarazada. Y por los que miran partidos porque les entusiasma contemplar el universo".
El Gordo nunca elegía discursos largos. Por eso, con el Bar de los Sábados vuelto un templo en comunión, encaró el cierre: "Aunque a veces nos avance el desaliento y aunque demasiadas mañanas nos sintamos definitivamente vencidos, brindemos. Lo justifican los que entienden que merece ser el mejor jugador del año aquel que hizo muchas gambetas, pero más lo merece ese que hizo muchas noblezas. Lo merecen los que se empecinan cada día en jugar bien porque querer jugar bien cada día es un humilde aporte para dignificar la vida. Y lo merecen los que tienen ilusiones porque tener ilusiones siempre es un acto de victoria".
Ya sin aire, ya sin fuerza, ya sin más inspiración, el Gordo alzó su copa, la rozó jubiloso con todas las otras copas y, en medio de risas y de abrazos, se sumó a un debate flamante sobre el ritmo de los volantes centrales en las tardes de vientos duros. En el Bar de los Sábados, el anteúltimo sábado del año empezaba a esfumarse mientras todavía resonaban los ecos del brindis y, entre las paredes descascaradas, el aire llevaba y traía una mansa felicidad.